Era martes y fuera llovía.
Claudia cruzó el umbral de la puerta con su pequeña Alba en brazos y se detuvo
durante unos segundos observando aquella habitación. Hacía años que no dormía
en un hotel y el lugar se le antojó seguro y cálido. Dejó a su hija en una de
las camas viendo la televisión y sacó de la maleta dos pijamas y una muda
limpia. No se había llevado mucho, sólo lo más importante: a ella misma y a su
pequeña.
Ya habían cenado unos bocadillos
antes de instalarse y ahora solo necesitaban descansar. Mañana les esperaba un
día largo. Claudia bañó a la niña, le ayudó a meterse en la cama y le leyó un
cuento de princesas y castillos, el que le leía cada noche, el que más le
gustaba.
Cuando la pequeña Alba se quedó
dormida, Claudia empezó a llenar la bañera, esta vez para ella. El día había
sigo duro y necesitaba unos minutos para pensar. Se quitó la ropa delante del
espejo y se asustó de lo que le enseñó su reflejo. Casi no se reconocía. Había
adelgazado mucho el último año y las ojeras, y los moratones de su espalada le
daban un aspecto difícil de de mirar. No quiso regocijarse en esa imagen y se
metió rápidamente a la bañera. Se enjabonó y decidió que aquel baño quitaría,
no sólo la suciedad que tenía su cuerpo, si no también la que arrastraba su
mente.
Su abogado le había dicho que no
tendría problemas para quedarse con el piso pero ella no lo quería, al menos no
de momento. Aprovecharía el verano para irse a casa de sus padres y disfrutar
de la playa con su familia, con la de verdad. A Alba le encantaría. Casi no se
había llevado ropa pero ya había hablado con su hermana para que les comprara
algunos conjuntos bonitos, con colores, de los que parecen más bonitos todavía
cuando les da el sol. Luego dejó de pensar, se sumergió totalmente en el agua y
se sintió en paz. Después de varias inmersiones, divirtiéndose intentando
aguantar la respiración lo máximo posible, salió de la bañera con los dedos
arrugados y se cubrió con la toalla.
Deseó borrar los tres últimos
años de su vida, volver a la facultad, a las fiestas, a la
despreocupación…entonces miró a Alba, tan dulce y frágil. Y pensó que era lo
mejor que le había pasado nunca. Y sonrió.
Se puso el pijama y se recostó
junto a Alba, había dos camas en la habitación, pero Claudia necesitaba notar
aquella noche el calor de su hija, quería poder abrazarla. Le quitó el cuento
de las manos y arropó a la niña. Se detuvo unos instantes a mirar los dibujos
de la portada de aquel libro; vio un vestido rosa y un cielo azul y un príncipe
montado en un bonito corcel a los pies de una alta torre…y luego lloró hasta
quedarse dormida.
Esa noche soñó con princesas y
castillos.
A la mañana siguiente se
despertaron temprano, el tren salía a las nueve y Claudia quería poder
desayunar tranquila antes de empezar el viaje. Guardó en la maleta las pocas
cosas que había sacado la noche anterior, se vistieron, se peinaron y dejaron
la habitación.
Desayunaron en el hotel, el olor
a café recién hecho era envolvente. Claudia miraba a Alba y la sonreía mientras
ésta le cantaba una canción que había aprendido en el colegio. La pequeña se
relamía comiendo dulces.
Sobre las ocho marcharon del
hotel camino de la estación. Alba estaba feliz, le gustaba estar de vacaciones
y tenía ganas de llegar a la playa y poder bañarse. Claudia la cogió de la mano
fuerte, muy fuerte. Hoy empezaban un gran viaje, uno de esos que cambia tu vida
para siempre, que te ayuda a seguir adelante, que te hace fuerte.
Era miércoles y hoy brillaba el
sol.
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